lunes, 3 de noviembre de 2008

Crítica de "La Nación", periódico argentino

Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Arturo Enrique Diemecke. Solista: Natalie Clein. Programa: Walton: Concierto para chelo y orquesta; Brahms: Sinfonía Nº 1 en do menor, op. 68. Teatro Opera. 
Nuestra opinión: muy bueno
Más allá de las variables lógicas que pueden tener lugar en una actividad que se desarrolla indefectiblemente en vivo, los conciertos de la Filarmónica, cuando los dirige Arturo Enrique Diemecke, salen muy bien. No es ningún descubrimiento, entre la orquesta y este director mexicano, particularmente histriónico, hay una especial sintonía de trabajo que se traduce en muy buenas producciones. Pero además, Diemecke, el director artístico de la Filarmónica, es muy bien recibido por el público por cualidades que exceden lo estrictamente musical.
En la apertura del concierto, estaba anunciada la Danza macabra de Saint-Saëns. Sin embargo, el ingreso del director junto a la chelista inglesa Natalie Clein dio a entender que algo extraño estaba sucediendo. Cuando el director estaba por subir al podio, desde el frente del escenario, comenzó a caer una llovizna de papeles brillantes. Parece ser que algún operario del teatro Opera creyó que un concierto sinfónico bien podía ser recibido como si fuera el cierre de temporada de una telenovela. Con humor, Diemecke, saludó esa bienvenida casi carnavalesca y aclaró los cambios de programa y la reposición en el futuro de la pieza orquestal de Saint-Saëns. Y también anunció que la chelista Natalie Clein deseaba decir algunas palabras. Espigada, sonriente y francamente hermosa, la chelista, traducciones de Diemecke mediante, habló brevemente sobre el Concierto para chelo de William Walton y sus características. Y una vez más quedó demostrado que si las comunicaciones al público son vertidas con buen tino, no sólo no están de más, sino que pueden generar un tipo de atención y de predisposición realmente favorables.
Después de haber abierto la puerta con su inglés de realeza, Natalie Clein se dedicó a demostrar que lo suyo no era sólo belleza y comunicación verbal, sino que es una gran chelista, con un sonido amplio, intenso, con una afinación impecable, con una expresividad ilimitada y con una solvencia técnica admirable. El único problema fue que todo eso fue aplicado con generosidad sobre un concierto irregular en el que se funden pasajes de alta emotividad con otros de anodinia irremediable, lejos de la solidez y el atractivo de otras obras sinfónicas de Walton. Bien tocado, bien conducido, bien ensamblado y, aun así, insuficiente para mantener el interés a lo largo de sus casi treinta minutos de extensión.
Papelitos y nostalgias
A diferencia de lo recién afirmado, si hay algo que jamás podría decirse de la música de Brahms es, precisamente, que alguna de sus obras sea irregular. La primera sinfonía, escrita cuando el compositor ya había pasado sus cuarenta, es una joya maciza, amplia y de mil recovecos, todos apasionantes. Y la lectura pormenorizada que realizó Diemecke, como de costumbre, de memoria, fue impecable. Asimismo, el trabajo de la orquesta fue ajustado, sin estridencias y con solos muy atinados. Entre los sonidos de Brahms que flotaban por los aires, cada tanto, se entremezclaba algún papelito plateado rezagado que no había caído en el comienzo. Más que distraer la atención, estos confeti de ocasión sólo hicieron extrañar, una vez más, al Colón, el teatro que debería albergar a la orquesta y que, tal como parecen ir las cosas, es una especie de edificio en desuso y sin proyectos claros. Parece que fue hace mucho, muchísimo tiempo, cuando la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires tocaba sus maravillosos conciertos en el Colón, obviamente, sin papelitos.
Pablo Kohan

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